Narrar las migraciones (I): Azucre, de Bibiana Candia

Despedida de familiares en el puerto de A Coruña (1957). Foto de Alberto Martí
 

De los últimos libros que he leído y que me gustaría que comentásemos, dos tratan el tema de la emigración desde el rural gallego hacia el continente americano. No es esta la única coincidencia: ambas son novelas escritas por mujeres y protagonizadas por varones; ambas convocan una red de voces que conforman un cuerpo colectivo y una historia donde es posible el retorno. 

Ambos libros tratan, obviamente, el tema central de la vida de lxs emigradxs, esa escisión solapada, esa herida que va haciendo una costra sobre la que se constituye parte de su identidad. Lo interesante es que cada una lo hace en un punto diferente: en Azucre vemos las primeras fases, de los que están todavía marchando, los recién llegados; en Destiempo, el momento del regreso después de tres años, el reencuentro fugaz de la visita.

El hecho de haberlas leído casi juntas me ha llevado a hacer conexiones interesantes, tender puentes, preguntas, entre una y otra, una historia real del s.XIX y una historia de ficción de un milenial que se da inaugurando el nuevo siglo XXI. Oposición de espejos y, entre ellos, la repetición constante, inacabable la repetición de imágenes. Entre ambas historias, tan diferentes las circunstancias, qué se repite y por qué. Cómo funciona esta verdad, qué otras tantas historias podrían contarse entre medias, en este siglo y medio que las separa, cada oleada migratoria con sus características, con sus destinos "de moda": la historia de lxs que marcharon a Venezuela, a Argentina (la Quinta Provincia, la llaman), a Suiza; la historia de lxs que regresaron y la de lxs que no.
 
Cambian los destinos pero hay algo que no cambia. 
 

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Sabemos que, en Galicia, la migración a otros países es un tema que les atraviesa social y personalmente... La historia de esta tierra es en parte también la de sus emigradxs, figura muy habitual en la mayoría de familias.

Pero más allá del caso gallego con sus particularidades, aquí también nos interesa la migración como fenómeno que ha afectado de lleno al medio rural de todo el Estado, cuya historia reciente nos habla de un desangramiento demográfico propiciado por un éxodo masivo a las ciudades. En este proceso, ha habido grandes oleadas pero también un goteo continuo y el resultado es que somos uno de los países en que el éxodo rural hacia las ciudades ha sido y es muy alto. Los datos demográficos son demoledores. El mundo, en general, se ha hecho urbano: en este momento, el 55% de la población mundial vive en ciudades y para el año 2050 se espera que la cifra sea del 70%. En España  ya llevamos varios años desde que alcanzamos esa cifra: en 2020, más del 80% de lxs españolxs vivíamos en las ciudades (todos datos del Banco Mundial).  

 

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Azucre, de Bibiana Candia.

Empezamos por lo más lejano. Galicia, 1845. Un grupo de niños de aldea se embarca hacia Cuba para trabajar en los campos de caña de azúcar. Se van con la idea de conseguir un trabajo que permita ayudar a la economía de sus familias, de trabajar y prosperar. No les asusta el trabajo. Ya trabajan, pero hambre y precariedad pasan igualmente. A través de los ojos y los recuerdos de los que se van, aparece ante nosotrxs el mundo rural de hace más de un siglo, la situación de pobreza agudizada por un contexto difícil, hostil, como fue un año de lluvias intensísimas y malas cosechas a lo que se añadió un brote de peste. Estos son los hechos históricos. ¿Cómo no migrar?

Orestes se arrima al cruceiro junto a Amador el Tísico y Manuel de Trasdelrío, los tres de la misma edad, tres muchachos casi idénticos del mismo lugar. El resto son conocidos de vista, de las romerías, de misa, de robar fruta en el pazo; y Rañeta, de partirse la cara a pedradas. De todo eso que es como decir nada, porque las vidas iguales son vidas intercambiables. [...]


Juan el Rañeta habla alto y da palmotadas a los otros como un animal que no puede contenerse. Dice que es por el frío y se sopla las manos como un toro impaciente. Orestes sabe que lo hace para intimidar, es una bestia, hay que entenderlo como se entiende a las bestias. Hace ahora dos años que el Rañeta y Orestes se pegaron en una romería. Fue después de la misa, de la merienda, del baile y del vino, cuando ya solo queda volver a casa o matarse a golpes para que la fiesta termine como es debido. Los rapaces son así, se relacionan a tundas como quien no sabe hablar. Hay quien dice que fue por una moza, pero ya se sabe cómo es la gente. [...]

Orestes siente la amenaza en cada palabra, como aquella vez que un pájaro le cayó muerto a los pies al salir de la iglesia y a los dos días murió la madre. Sabe que no dormirá tranquilo, piensa que debería haber dejado que Pedro, el hermano pequeño, viniera al cruceiro a despedirlo, el hermano de Rañeta está en el medio del grupo de muchachos, los mira con la admiración de un perro manso. De repente siente el dolor en los huesos del que está tremendamente solo; de repente el frío se vuelve insoportable. Quiere echar a andar y dejar atrás esa sensación de que un filo le corta los huesos por la mitad, alejarse como quien olvida todo lo que le ha hecho infeliz. Cuando eres demasiado joven, aún no sabes que la infelicidad es un insecto parásito capaz de clavarte su aguijón tan adentro que años después las heridas supuran cuando menos te lo esperas. [...]

El niño que miraba como un cachorro a su hermano lo abraza por la cintura, pero Rañeta lo aparta y se ríe. Anda, marcha a casa, que no sé para qué viniste. Pero el niño no se mueve y su hermano vuelve a empujarlo antes de irse y a reír en alto mirando alrededor, como ríen los crueles que buscan complicidad. El niño tropieza y cae, se queda en el suelo de piedra mojado mirando marchar a su hermano con una sonrisa de pánico. El hombre de la lista tose con una tos llena de flemas que va escupiendo con una cadencia que podría ir midiendo sus pasos. Echan a andar, pasan por delante del lavadero y las mujeres los miran de lado santiguándose con el gesto, sin tocarse del todo para no mojarse. La ropa se hunde en el agua y el jabón al ritmo de una plegaria, como todo lo que inevitablemente se teme. Ahí van, coitados, ahí van ellos, déjalos ir en paz, Señor, cuídalos, Señor, que nada malo les pase, Señor, no los dejes enfermar, Señor, que curen el hambre de su madre, Señor, que lleguen sanos y salvos, Señor, nuestro Señor.
Amén.

Una de las cosas que más me ha gustado ha sido precisamente la evocación de la vida rural. Candia no la desarrolla ni la describe minuciosamente, pero sí escoge detalles significativos, apuntando a la esencia desde la brevedad y la evocación. A pesar del filo poético en que se apoya la mirada y el lenguaje, el libro no es estático ni contemplativo: hay cuerpos accionando, constantes desplazamientos, puro movimiento y pura narración, no en vano nos encontramos ante la epopeya de un largo viaje. Pero tampoco es solo una sucesión de hechos: hay reflexiones, apreciaciones, que afloran en la intimidad del pensamiento. 

Es una novela corta que transcurre aparentemente ágil, con cierta levedad, desde el principio hasta el final, aunque lo narrado sea todo lo contrario -una historia llena de dureza y peso-. Está dividida en secuencias cortas que proporcionan una leve intensidad al ritmo, a las emociones que cada personaje carga. El tiempo -y el tempo- es una de las cosas que me ha llamado la atención: se dedica la mayor parte de la novela a contarnos la salida y el viaje hasta su destino, dedicando muy pocas páginas ya al final al meollo de la cuestión y casi nada al desenlace. Como ya sabía de qué iba la historia -ATENCIÓN SPOILER- (había leído la contraportada donde se nos informa de que se trata de la historia real de unos niños que fueron engañados por una red de esclavitud dirigida por un emigrado gallego), esperaba (había construido la expectativa) que ese hecho se desvelara pronto; pero lejos de eso, los capítulos se iban estirando y estirando demorándose de a poco como los días de travesía. Y al final, cuando se descubre el pastel, casi no se da espacio para el después. ¿Cómo fue el después para ellos, cómo volvieron? En ese sentido, se me hizo rara la lectura. 

Me pregunto si es acertado que la sinopsis de la novela sea tan explícita. Me pregunto cómo hubiera podido ser mi lectura de haber tenido la posibilidad de ir acompañando a los personajes en sus descubrimientos, el impacto de la sorpresa del desenlace si no hubiera sabido el final desde el principio. No obstante, y pese a ese extrañamiento o impaciencia que este hecho me causaba, pude experimentar verdadero placer en la lectura: semejante historia contada así, con la fragilidad del hilván. Sí, un exquisito placer. 

Bibiana Candia en un fotograma de la entrevista para Página2 que puedes ver pinchando aquí

 La autora consigue captar también muy bien la cosmovisión de la Galicia rural del s.XIX, el sistema de pensamiento a través del cual le daban sentido a la vida y al mundo, cómo esos niños podían percibir la realidad que les rodeaba, entenderla, explicársela a sí mismos... Candia muestra perfectamente cómo van dando sentido a lo que ven, cómo afrontan/encaran todas las cosas nuevas que les ocurren, cómo van desentrañando los cambios. 

¿Cómo tendría que ser para esos cuerpos acostumbrados a la tierra, a su permanencia, a sus tiempos lentos, a la seguridad de que un día es igual a otro, esa avalancha de experiencias nuevas y peligrosas: caminar, cruzar un océano en barco, soportar tormentas, la fatigosa inmensidad del mar, viajar en ferrocarril, en coche...? El proceso de separación de su tierra, la consciencia plena de que allí no poseían nada. Uno de los personajes, lleva consigo guardado un puñado de tierra y un ajo macho contra el mal de ojo que le dio su madre. Y constantemente se repite que eso es lo único que tiene. La maraña del pasado y el futuro por venir, dos pulsiones básicas tan humanas: el dolor de la nostalgia y la esperanza, todos sus cruces e intersecciones en ese momento fuera del tiempo que es el viaje. 

Para mí, esa cosmovisión se trasluce también en la composición de un sujeto colectivo a través de los juegos del narrador con el punto de vista, que va saltando de un personaje a otro, que no marca los diálogos ni separa de las suyas las palabras de los personajes. Hay una sensación de un conglomerado de voces-ecos, en amalgama, sucedidas sin aviso, sin puntuación, sin diferenciación. Se duda de quién habla por momentos. Alguien se enuncia desde un nosotros: la conciencia colectiva, esa de la que estamos tan lejos en la sociedad actual, no había desaparecido todavía.


Artículo financiado por el Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha 2022.

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