Nuestras abuelas de la posguerra

Érase una vez en un lugar de la Mancha, hace 60 años…

Cuando Ángela se quedó embarazada de su primer hijo, pensaba que todo iba a ir bien. Escuchaba a las vecinas que ha nacido fulanito, ha nacido menganito, que cuesta que «salgan», pero al final sale todo bien y tienes un hijo sano. 

Después de seis meses de embarazo, su futuro hijo necesitaba salir y Ángela se pone de parto. Lo que no le contaron, ni antes ni siquiera en el momento de dar a luz, es que un bebé de seis meses nace sin cejas, sin uñas y sin los pulmones totalmente desarrollados, o al menos así nació su hijo. 

Siendo primeriza, y habiendo parido en casa acompañada de su madre y su marido, ninguno sabía qué hacer con esa criatura, así que un vecino le trajo una caja de zapatos llena de algodones y ahí lo metió. El médico del pueblo le recomendó que la madre y el bebé permaneciesen en la misma habitación juntos, y que no entrase nadie más. Así, el bebé estaría más protegido. 

Y así hizo: permanecer con su bebé casi todo el tiempo. Solo salía de la habitación para cocinar y lavar ropa, y a la habitación solo entraba el médico a revisar el estado de salud del pequeño. 

Ángela perdió la cuenta de los diferentes tipos de leche que el médico le iba recetando para su bebé, le costaba mucho coger peso y no había manera de que engordase. Aun siendo muy pobres, Ángela se «apañaba» para que el sueldo de su marido llegase para todo, aunque una gran cantidad se iba para la alimentación del bebé.

Y ahí estuvieron metidos en esa habitación, donde una caja de zapatos se convirtió en una incubadora. 

 

Imagen de Ángela con su familia


En otro lugar de la Mancha, Teresa criaba a sus hijos como podía. Su marido trabajaba y ella tenía tres criaturas: una niña y dos niños. Eran muy pobres, pero iban tirando. 

Seguramente uno de los peores días de su vida, sino el peor, fue cuando su marido falleció: a los 32 años murió de leucemia y ella se quedaba prácticamente sola con su hija y sus hijos. Tenía el apoyo de sus padres, pero eran 4 más y prefirió quedarse en su casa y tirar para adelante. Tuvo que buscar trabajo, algo que hace 60 años no estaba muy bien visto en las mujeres, porque lo normal era que, si te quedabas viuda, te casases con otro hombre y así pudiese seguir las costumbres de la sociedad de antaño. Pero Teresa prefirió trabajar, y mientras, confiar en sus hijos: la mayor tenía 5 años y se encargaría de cuidar al mediano, con discapacidad intelectual, y al pequeño con 18 meses. Y así era; se iba a trabajar y al volver veía que todo estaba bien, que entre ellos se cuidaban. Al poco de fallecer su marido se enteró de que estaba embarazada: esta vez venían dos más, «las medias». Una situación de locos, pero a nadie se le ocurría abortar; no era legal y no estaba bien visto, era algo impensable. Así que, con todo el dolor de su alma, su hermana, que no tenía hijos, se ocupó de una de las medias y la cuidó como si fuese su hija, dándole a Teresa mucha tranquilidad. La vida seguía, y Teresa, que trabajaba haciendo camas y limpiando habitaciones en un hotel, cogía a la bebé, la otra media que se quedó con ella, la metía cada mañana en una cesta y se la llevaba al trabajo. Mientras ella trabajaba, dejaba a su bebé en el suelo metida en la cesta, y así habitación tras habitación, día tras día.

La vida fue pasando, y sus hijos e hijas fueron creciendo, y ella también. El segundo en nacer tenía discapacidad intelectual, y no atendía a normas, fue al colegio hasta que lo echaron y pasaba mucho tiempo en la calle; él lo quería así. Eso para Teresa era un tormento, no podía atender en condiciones a su hijo y de vez en cuando desaparecía. A pesar de que esta situación suponía una gran preocupación, Teresa tenía dos hijas y un hijo más a los que atender. Al cabo del tiempo, siempre aparecía en otro pueblo, normalmente bastante lejos para esos tiempos, así que Teresa tenía que coger dinero ahorrado y subirse al tren para recoger a su hijo desaparecido y encontrado. A la vuelta tenía que cortarle el pelo, afeitarlo y hervir su ropa ya que llegaba lleno de piojos. Un trabajo extra que Teresa tenía que realizar cada vez que su hijo volvía. Años después, este hijo falleció y lo enterraron junto a su padre. 

 

Recuerdo que, cuando iba con Teresa a visitar la tumba, con pena decía: «hijo mío, de las dos maneras, mejor ahí», y señalaba la tumba. Me daba así a entender que prefería que su hijo estuviese muerto antes que no saber dónde estaba, y que tras desaparecer, apareciese en esas condiciones. Una historia dura, pero si la contextualizamos en esa época, podemos entender perfectamente a qué se refería Teresa con esa reflexión.

 

Estas dos historias que parecen de ciencia ficción, de drama y nostalgia, fueron reales. 

En la España de posguerra se cuentan miles de historias de personas pobres, pero las verdaderas luchadoras que sacaron a la familia adelante fueron las mujeres. Las que se ocupaban de la casa, la crianza, y si era necesario, hasta del trabajo. Historias de mujeres, de nuestras madres y abuelas que solo te cuentan si les preguntas, porque suelen ser discretas hasta para contarte «sus penas».


Imagen de Teresa con su familia





Artículo financiado por el Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha 2022.


 

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